martes, 7 de septiembre de 2010

Hoy no me quiero levantar, mañana tampoco

De niño creía que pasar todo el día acostado en mi cama era divertido, imaginaba ser un minero que exploraba las cuevas formadas por mis sábanas, hasta que las manos de mis padres entraban como enormes brocas y rompían ese encanto.

Pero el juego dejó de ser divertido en la adolescencia.

La preparatoria fue el ambiente donde tuve los primeros esporádicos y evidentes desánimos para no levantarme: retardos, malos humores, plantones a amigas, peleas con amigos e invenciones de enfermedades servían para quedarme más tiempo en la cama, era una repentina pesadez que no alcanzaba a volverse sueño. En la universidad comenzaron las inasistencias y los pretextos para entregar los trabajos fuera de tiempo. Entonces no le di mayor importancia, pensé que era flojera, porque a pesar de todo sí me podía levantar, obviamente cuando terminaban el dolor de cabeza y el lagrimeo en los ojos.

Pero un día, ya egresado y siendo un solícito empleado, simplemente no me pude levantar. Era como si algo dentro de mí se opusiera, empujándome contra la cama, una pelea desgastante que perdí. No fui a trabajar. Fue hasta pasado el mediodía que me levante con muchos esfuerzos para ir al baño. En el espejo vi un rostro muy demacrado, no sabía qué pasaba. Entonces me senté en el sillón y me quedé ahí el resto del día. Dejé que el teléfono sonara con insistencia, luego revise el celular y vi muchos mensajes almacenados que no tuve intención de responder. Regresé a la cama y dormí. Era sorprendente que estuviera tan cansado a pesar de no haber hecho nada en todo el día.

El amanecer siguiente fue casi igual, con la salvedad que esta vez sí me levanté. Fui a la oficina, desaseado y en ropa deportiva, nomás para esperar la hora de la salida. Mis compañeros me vieron con burla, seguro pensaban que estaba borracho, por fortuna era viernes. Regresé a casa y me fui a la cama de inmediato, permanecí quieto, acurrucado, con los ojos abiertos. Esa vez rompí mi marca personal: pasé la tarde del viernes y el sábado sin levantarme. De nuevo el dolor de cabeza, los ojos llorosos y una extraña melancolía sin motivo. Por la noche mis padres, evidentemente preocupados, me levantaron con muchos esfuerzos y me llevaron al médico. Este les dijo que no era un malestar físico, pero que era necesaria la ayuda de un especialista. ¿Pero cómo encontrar un psicólogo o un psiquiatra disponible el sábado por la noche? Afortunadamente en un país de locos quedan unos que no lo son tanto, o se controlan, para atender a los emocionalmente enfermos. Una vieja conocida de la familia, médico, estudió también la licenciatura en psicología y una maestría en psicoterapia. La fuimos a ver de emergencia, es muy extraño decirlo, y estando a solas me dijo: padeces depresión.

¿Depresión? ¿Qué demonios es eso? ¡Cosa de locos! ¡Pretexto de los flojos para no trabajar! ¿Depresión? ¡No me fastidien! ¡No me gusta que me incomoden con esas cosas! Maldije la mitad del tiempo de la consulta.

Y en verdad terminé incómodo, bueno, no sólo yo, también algunos cuantos millones de mexicanos. Porque según me dijo mi nueva terapeuta, cuando lo digo me imagino ser una persona de primer mundo, las estadísticas oficiales calculan que más de diez millones de mexicanos padecen depresión en diferentes grados.

¿Una de cada dos familias del país viviendo con un familiar así? ¡No puede ser posible!, comenté.

Las cosas pueden suceder sin que te des cuenta, me dijo la psiquiatra y psicoterapeuta, esa es la cifra oficial aunque algunos especialistas, psicólogos y psiquiatras, creen que entre cuarenta y ochenta millones de mexicanos padecen algún trastorno depresivo y muchos de ellos ni siquiera lo saben, remató.

¿Y si es una enfermedad? ¿Cómo se cura? ¿Qué medicamentos deben consumirse? ¿Debo ir a terapia? ¿Así pasaré el resto de mi vida? ¿Qué?

En mi caso, la ayuda vino de la psicología reforzada con la medicina. Suena extraño decirlo conociendo el debate que existe entre ambas ciencias para abordar el tratamiento de lo que unos consideran un síndrome y otros una situación individual.

Y de nuevo la confusión.

Entonces, ¿qué es la depresión?

Partiendo de la definición más general posible, consultando el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española tenemos: en psicología, síndrome caracterizado por una tristeza profunda y por la inhibición de las funciones psíquicas, a veces con trastornos neurovegetativos.

Bueno, ¿y qué es un síndrome? Conjunto de síntomas característicos de una enfermedad. ¿Y síntoma? En Medicina, fenómeno revelador de una enfermedad. Ah, cada vez entiendo menos, entonces ¿qué es una enfermedad? Alteración más o menos grave en la salud.

Si los psiquiatras la refieren como un síndrome o conjunto de síntomas que afectan principalmente a la esfera afectiva (tristeza patológica, decaimiento, irritabilidad o trastorno del humor), los psicólogos la refieren como la descripción de una situación individual mediante síntomas que sumados no forman un síndrome, sino que son conductas aisladas que, si acaso, establecen relaciones entre sí estableciendo una mera descripción de la situación del sujeto, como un aprendizaje desadaptativo basado en el ambiente o en el contexto. Fácil de transcribir escribir pero difícil de entender.

Ambas son definiciones complejas que, pecando de simplistas, bien pueden referirse a un conjunto de malestares físicos con repercusiones emocionales (psiquiatría) y/o a situaciones emocionales que se manifiestan en malestares físicos (psicología). Como si una fuera el reflejo de la otra.

Si bien el consenso actual tiende a definir a la depresión como una enfermedad, en mi experiencia personal me queda claro que no es un “mal pasajero” que los medicamentos eliminen, sino que es una constante, es decir, un estado que afecta la esfera afectiva en variables estados de tiempo, es decir, un síndrome.

¿Cómo contrarrestar un síndrome biológicamente determinado por un desequilibrio bioquímico del cerebro? Con un tratamiento farmacológico que ayude a la persona a recobrar el equilibrio en el funcionamiento de los neurotransmisores, probablemente dirían los médicos, perdón, los psiquiatras.

¿Cómo atender a fondo a una persona con conflictos emocionales y/o mentales? Estableciendo un proceso de comunicación con la intención de mejorar su calidad de vida a través de un cambio en su conducta, actitudes, pensamientos o afectos, probablemente dirían los psicólogos, perdón, los psicoterapeutas.

Pero a veces el problema es más complejo. La marcada propensión al suicidio, no siempre visible, de algunas personas obliga a un tratamiento farmacológico y psicológico conjunto. Más complejo aún, aunque afortunadamente hay maneras de abordar el problema.

El punto importante es que hay personas afectadas tanto en su estado emocional como en su estado físico, debilitándose día a día, que requieren ayuda profesional de una, de otra o de ambas ciencias.

Si en mi caso hace algunos años me auxilié con medicamentos derivados de la fluoxetina, como el Flouzac o el Prozac, poco a poco las terapias ocupacionales han ganado terreno.

¿En verdad no existirá una cura? No lo sé, mientras tanto disfruto de escribir, de pintar, del cine y de caminar.

¿Qué si de vez en cuando me acuerdo? Sí, aunque evito afligirme levantándome de inmediato de la cama.

Y a veces me pregunto queriendo negarlo, ¿en verdad seremos tantos depresivos?

Marzo de 2010